El alma que hablar puede con los ojos… incluso con mascarilla

“El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada”. ¿Qué musa visitaría aquella noche a Gustavo Adolfo Bécquer para inspirarle a escribir estos versos? Es la sublime expresión de cómo los ojos son capaces de expresar el mensaje del espíritu. Cada mirada es única, como lo es cada persona en su subjetividad. Si una imagen vale más que mil palabras, los ojos son ese espejo del alma donde se reflejan las más íntimas emociones.

“Érase un hombre a una nariz pegado”. Así comienza el soneto A una nariz de Francisco de Quevedo. Pues bien, hoy nos encontramos ante un hombre encolado a una mascarilla, apéndice inaudito tras el que precisamente se oculta la pituitaria, como si de un tipo de bozal se tratara.  Quedan nariz y boca ahogadas por la celulosa o el tejido, mientras las orejas sufren el roce continuo de gomas elásticas, cual versión contemporánea de los látigos de antaño. Solo los ojos quedan a la vista; solo ellos, luchando por escapar de sus órbitas para realizar la más básica, esencial y prioritaria de las funciones que nos definen como seres humanos: comunicar.

A causa de la mascarilla, la voz se distorsiona y las voces se dispersan entre susurros y reverberaciones. Mantener una conversación medianamente decente se convierte en misión imposible, y no digamos si nuestro interlocutor posee una discapacidad auditiva. Las manos, disparatadas, gesticulan fuera de control, en un intento de hacer llegar las palabras a quien hace ímprobos esfuerzos por entendernos. Escuchar se vuelve un ejercicio agotador, para el que resultan imprescindibles infinita paciencia y hasta ciertas dosis adivinatorias en caso de que el hablante se niegue a repetir una y otra vez lo que ya ha dicho.

Quedan los ojos, entonces, como único vehículo de testimonio y canal de manifestación. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar (Antonio Machado dixit), y a cada paso nos cruzaremos con una variedad infinita de miradas: inquietas, tristes, intrigantes, cabizbajas, perdidas, serenas… y, las menos, confiadas. Porque la confianza requiere tiempo y voluntad (al igual que el olvido y el perdón) y, por desgracia, somos siervos del reloj y la pereza. Mirar a los ojos del otro mientras hablamos es una demostración de autoestima y franqueza, y no todo el mundo se ama a sí mismo ni acostumbra a contar las verdades. Si las miradas matasen, más de uno se caería redondo al suelo. Y no es necesario abrir la boca ni realizar ademán alguno, porque ya se encargan los ocelos de clavarse en los ocelos ajenos, mientras el alma compone en silencio estrofas henchidas de rencor.

Los ojos son capaces de atraer la atención y dirigirla hacia otro punto concreto. Es decir, no solo despiertan curiosidad en los demás, sino que también la reorientan. El neuromarketing ha aprovechado esta cualidad a través de la técnica del eye tracking, que extrae información del individuo analizando sus movimientos oculares. Al saber qué llama la atención de una persona, es posible desarrollar estrategias para guiar su trayectoria visual hacia un objeto o lugar determinado. Pero el eye tracking no ha hecho más que extrapolar al campo del neuromarketing una realidad de la vida cotidiana: los ojos revelan qué deseamos. En efecto, es imposible controlar la reacción de las pupilas cuando nos encontramos ante nuestro objeto (o sujeto) de deseo. Llegan a aumentar hasta 30 veces su tamaño aunque el resto del cuerpo se mantenga impertérrito. ¡No hay mascarilla que encubra una mirada anhelante! El contacto visual excita, agita y compensa la sonrisa escondida.

También la programación neurolingüística ha estudiado el lenguaje de los ojos y lo ha denominado “claves de acceso ocular” o “pistas de acceso ocular”. No obstante, aunque es verdad que ciertos movimientos oculares se relacionan con determinados patrones de comportamiento, considero que cada individuo es tan complejo y fascinante que resulta utópico reducirlo a un patrón determinado.

Dijo Miguel de Unamuno: “Hay ojos que miran, hay ojos que sueñan”. Abiertos de par en par como ventanas al mundo interior, invitan a asomarse a los navegantes que se detienen un instante en su puerto, acogiendo tal vez al náufrago que espera ser rescatado. Una mirada delata las emociones dormidas en los recónditos rincones del ser, haciéndonos sentir vulnerables pero también aliviados, porque en ausencia del verbo, los ojos claman libremente aquello que no nos atrevemos a confesar.

Hay ojos que te escudriñan de arriba a abajo y los que nunca se posan en ti; unos que parpadean sin cesar y otros que parecen flotar en una laguna seca; estos que lloran ignorando la presencia de extraños y aquellos que contemplan la vida pasar sin alterarse lo más mínimo. La mirada es el eco de nuestra naturaleza, aquella que rebasa la frontera de lo físico. Una mascarilla acalla el trueno de la voz y suaviza la intensidad de los aromas, pero no puede apagar el brillo de esos dos luceros que resplandecen en el rostro.

En Los ojos verdes, Bécquer narra la leyenda de un joven noble que es arrastrado a la muerte por una mujer (ángel o demonio) de ojos color esmeralda, de la que se enamora locamente. ¿Qué importan las mascarillas si podemos deleitarnos con la belleza del iris? Aún podemos cobijarnos bajo el manto cálido de una mirada compasiva y ver reflejadas las estrellas en las pupilas de nuestros seres queridos. Sí, el alma puede hablar con los ojos… incluso con mascarilla. Hoy, además, es el momento de besar con la mirada.

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