El ego y esa amante inoportuna que se llama soledad

Algunas veces, cuando aún no había irrumpido en nuestras vidas esta vorágine pandémica, me sentía perdida entre calendarios. No sabía el motivo de tanto malestar, aunque tal vez fuera la sensación de que algo grande estaba a punto de llamar a la puerta, pero tardaba demasiado. Quería hacer, quería tener, y quería parecer… aunque no sabía muy bien el qué. Hasta que comprendí que mi ansiedad era provocada por un duende travieso llamado ego, que me mantenía alejada de un amigo fiel denominado yo, utilizando la trampa del perfeccionismo y la promesa de una buena reputación.

Decidí, un buen día, que no perdería más tiempo buscando y dejaría que ese algo grande me encontrara a mí. Me reconcilié con mis defectos y virtudes y me premié por mis logros, grandes o pequeños, porque entendí que siempre habría alguien que podría hacer, tener o parecer más o mejor que yo, pero nunca ser como yo.

Cuando se afronta la existencia desde el ser, y merced a la calma que otorga la sana autoestima, nace una infinita compasión hacia el conjunto de la humanidad. Se trata de una compasión cimentada en la idea de misericordia y solidaridad, sin connotaciones peyorativas que remitan a desigualdades. El ego nos hace creer que somos el ombligo del mundo y, aunque somos excepcionales en nuestra unicidad, nuestra valía como especie se equilibra gracias a la dignidad y libertad innatas al ser humano. ¡Cuánta compasión encontramos en un abrazo sincero o en un silencio cómplice!

Atreverse a vivir desde el yo y no desde el ego implica tomar consciencia de tres realidades:

  • Lo que hago no me define
  • Lo que tengo no me define
  • Lo que opinen de mí no me define

Ser yo significa que soy la misma persona haga lo que haga, tenga lo que tenga, opinen lo que opinen. Aceptarse a sí mismo conlleva amarse sin reproches y sin condiciones, como únicamente puede conseguirlo quien conoce la diferencia entre estar solo y sentirse solo. Surgen del abismo de mi memoria los versos escritos por el maestro Joaquín Sabina, y que integran el estribillo de su canción Que se llama soledad:

Y algunas veces suelo recostar

Mi cabeza en el hombro de la luna

Y le hablo de esa amante inoportuna

Que se llama soledad.

En principio, resulta paradójico utilizar en la misma frase las palabras “amante” y “soledad”, pero su unión cobra sentido si (además de rendirnos ante el genio del compositor) reflexionamos acerca de nuestra naturaleza. La soledad elegida voluntariamente es bálsamo para las heridas emocionales y las provocadas por el estrés. La soledad impuesta, por el contrario, es un veneno que marchita el corazón y amarga la cotidianeidad. De ahí el terror que despierta la posibilidad de un nuevo confinamiento domiciliario: nos separan, nos aíslan y nos roban la libertad de escoger, imponiéndonos una soledad que acarrea angustia y tristeza extremas, y que es origen de numerosas enfermedades físicas y psicológicas. El individuo está diseñado para vivir en sociedad e interactuar con sus semejantes, pero puede sentirse solo en medio de una multitud, como una gota de agua en la inmensidad del océano. El hombre tiene derecho a estar solo si así lo desea, pero el sentimiento de soledad quiebra las mentes más poderosas.

Apegarse a la pareja y responsabilizarla de nuestra felicidad, como teórica cura frente a la soledad, es una actitud egoísta y errónea. Las parejas más felices son aquellas cuyos miembros, independientemente de un proyecto de vida común, tienen sus particulares ilusiones, propósitos y expectativas. El fundamento del amor en pareja se halla en el amor propio, que permite al sujeto establecer una relación de respeto y confianza con el otro. Si una relación se asienta en la frivolidad, el interés o la hipocresía, significa que el ego es el elemento dominante y no existe auténtico amor. Al fin y al cabo, como dijo Albert Camus: “No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar”.

Amarse a uno mismo es el antídoto para que la toxicidad del ego no nos convierta en carcasas vacías, usuarios compulsivos de redes sociales, ávidos de likes y followers. En esta colosal feria de las vanidades, donde la reputación se basa en el hacer y el tener, el ser queda relegado a un segundo plano. Las redes sociales deben utilizarse con elegancia y prudencia, para transmitir mensajes que contribuyan a hacer del mundo un lugar más hermoso, y no para alardear de esto o aquello. Hay que ser muy valiente para rebelarse contra la ordinariez e ignorar los groseros comentarios de la masa de incultos que invade internet. Incluso cuando ya hemos aprendido a vivir desde el yo, hay que seguir reforzando nuestro autoconcepto y la actitud de agradecimiento hacia quienes nos rodean: el ego dormita agazapado en cualquier rincón y el murmullo más aterciopelado puede romper su letargo. Por eso, cuando la tentación de sucumbir a la jactancia pronuncia mi nombre, le ordeno que no levante la voz.

Ese algo grande que buscaba con ahínco emergió el día que dejé de pensar demasiado y comencé a vivir. El ego cayó de su pedestal y la soledad no fue nunca más una amante inoportuna. Cuando encontramos ese algo grande, la energía se concentra en el propio círculo de influencia, relegando el hacer, el tener y la reputación a diminutos rincones del tiempo y el espacio. Ese algo grande, en fin, es la felicidad de regresar, como arrepentidos hijos pródigos, al hogar donde reside nuestra esencia: el yo.

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