El síndrome de la cabaña y la zona de confort

Después de tanto tiempo enclaustradas, muchas personas sienten miedo a salir a la calle. Un halo de ansiedad envuelve el momento de abrir la puerta y lanzarse de nuevo al exterior. El regreso a la normalidad se antoja peligroso, como un desafío vital al que no es posible enfrentarse y mucho menos salir victorioso. Al desequilibrio anímico, mental y emocional que padecen estas personas se denomina “síndrome de la cabaña”. Instalado en una atípica zona de confort, el individuo experimenta terror si piensa en asomarse al descansillo de la escalera. Se ha acostumbrado a la oscuridad y teme a la luz. Increíble, pero cierto.

Esta seguridad que ofrece la casa, como si se tratara de un búnker a prueba de epidemias, tiene más contras que pros. La psicología y el coaching nos advierten de que la zona de confort no siempre otorga genuinos beneficios; simplemente, nos sentimos cómodos en ella. El cerebro está programado para sobrevivir y no le gustan los cambios. En consecuencia, permanecerá en el ambiente que implique un menor gasto de energía y garantice esa supervivencia. “Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, dice el refrán, y es perfectamente aplicable al caso. Nos instalamos en una cueva y así no nos exponemos a la enfermedad ni al dolor, pero también nos perdemos la belleza de la existencia.

El síndrome de la cabaña me ha recordado (con matices) al mito de la caverna que Platón incluye en el libro VII de su obra República. Sócrates y Glaucón dialogan sobre cómo el ser humano adquiere el conocimiento y qué consecuencias tiene dicho logro. Para Sócrates, el hombre se encuentra prisionero en una caverna desde el mismo instante de su nacimiento. Cautivo, la única luz se la proporciona un fuego encendido detrás de él. Lo que ve reflejado en las paredes de la caverna son solo las sombras de los objetos que se encuentran en el mundo real, creyéndolas, no obstante, la auténtica realidad.

Un prisionero escapa. Siente miedo, pero sigue adelante. La luz del exterior le ciega, pero poco a poco va abriendo los ojos hasta que contempla el mundo en toda su hermosura. Decide regresar a la caverna para ayudar a escapar a los otros prisioneros:  quiere mostrarles la magnificencia de la realidad. ¡Ay, pero ellos se encuentran tan cómodos en la dimensión de las sombras que no aceptan ninguna alternativa a su circunstancia y hasta llegan a reaccionar con violencia ante la pretensión de hacerles cambiar!

¡Lástima del ser humano, infeliz ignorante de la belleza que se encuentra allende los muros de esa caverna! ¿Ignorante? Sí. ¿Infeliz? En absoluto. La ignorancia no implica desgracia, porque nadie puede desear aquello que no sabe que existe. Si la persona desconoce la verdadera realidad, brillante y luminosa incluso a pesar de los contratiempos, es imposible que anhele vivir en ella.

En mi artículo “De líder a maestro: más allá de la excelencia profesional” reflexioné acerca del archifamoso libro de Stephen R. Covey Los siete hábitos de la gente altamente efectiva y el menos popular El octavo hábito, concretado en descubrir la propia voz e inspirar a los demás para que encuentren la suya. Ya entonces, afirmé que este supuesto octavo hábito no es tal en sí mismo, sino que se trata de la consecuencia natural de la adquisición de los otros siete. Cuando una persona trasciende el ego y da el salto de la excelencia a la grandeza, su impulso natural es el de ayudar a otros para que también la hallen. Lo malo es que muchos se resistirán a avanzar porque su zona de confort es acogedora y evolucionar se traduce en esfuerzo y trabajo duro.

La cabaña es una metáfora del conformismo en el que mucha gente ha caído a raíz del decreto del estado de alarma. Hemos sacrificado nuestro derecho a la libertad de movimiento y ello ha implicado la adopción de nuevos hábitos. Para algunos, esos hábitos se han metamorfoseado en una cárcel de oro. Hay que escapar de la caverna, salir de la cabaña y romper los límites de la zona de confort. Las tres son distintas manifestaciones de la misma limitación: el miedo.

Para que las ideas se materialicen y así ganen la batalla contra las apariencias, es útil acudir a metodologías como el coaching y a herramientas como la inteligencia emocional. Pero lo que sin duda resultará más eficaz y satisfactorio será concentrar el foco en la faceta espiritual. La luz que aguarda fuera de la caverna brota de lo más profundo de nuestra esencia. Es un misterio tan fascinante como indiscutible: cuando el hombre admira la realidad está reconociendo en ella su esencia más íntima. Confiemos en nuestro poder interior y en la fuerza de la motivación, la voluntad y, sobre todo, de la pasión.

Yo creo que cuando venzamos al coronavirus no seremos ni mejores ni peores, sino diferentes. El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra… y tres, y cuatro, y las que haga falta. Olvidamos con rapidez y los besos que ahora ansiamos se tornarán empalagosos cuando no quede un milímetro de piel sobre el que depositarlos. Platón escribió República en el 380 a.C., aproximadamente. Los números marean. Llevamos veinticinco siglos apoltronados en la zona de confort, reaccionando con ira y miedo ante la posibilidad de cambio. Ciertos niveles de temor y ansiedad son inevitables cuando se trata de avanzar, y desde luego que la recompensa merecerá la pena: la adquisición del conocimiento. ¿Qué más se puede pedir? Solo la sabiduría, la facultad de gestionar el conocimiento adecuadamente, a fin de sentir esa maravillosa plenitud que llamamos felicidad.

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