Empacho de vulgaridad

Como dijo Arthur Schopenhauer: “La gente vulgar solo piensa en pasar el tiempo; el que tiene talento… en aprovecharlo”. He aquí una fabulosa sentencia: la correcta gestión del tiempo está vinculada a la optimización del talento. El famoso Carpe Diem se alza como lema de quien tiene sana ambición, ilusiones y proyectos que materializar. El espíritu que busca la excelencia tiene hambre de conocimiento, y no se conforma con observar el movimiento de las agujas del reloj. La vulgaridad es, por ende, compañera de la simpleza (que no de la simplicidad), rasgo común de aquellos que no ven más allá de sus narices y funcionan por inercia. Lo malo es que hay un auténtico empacho de vulgaridad, un inaudito empalago de ramplonería.

La chabacanería se ha adueñado de nuestra cotidianeidad. Lo bajuno “mola” y, más aún, parece que hablar a gritos y utilizar vocablos malsonantes se ha convertido en sinónimo de carácter y personalidad. O, lo que es lo mismo: ahora resulta que la zafiedad es digna de aplauso y que, para hacerse respetar, hay que berrear y gesticular como un poseso. No, oiga, usted no necesita un exorcista, sino formación en valores y una buena cura de humildad. Usted no es más que nadie y sus alaridos no le conceden más autoridad moral. Al contrario, le sitúan en la cúspide de la pirámide de la grosería.

Epidemia de astracanada, ante nuestros ojos desfilan bastos garrulos y toscas verduleras. ¡El mal gusto se ha adueñado incluso del sentido del humor! La socarronería rinde sus armas ante execrables dislates sensoriales, estéticos y lingüísticos. La ironía y hasta la puya inteligente ceden ante el ataque directo y soez, que pone de manifiesto la naturaleza más primitiva y oscura del ser humano. Ya no hay que leer entre líneas para captar la ofensa sutil; ahora la escuchamos alto y claro, protagonista de un discurso que oscila entre lo escatológico y lo perverso.

¡Qué triste el concepto de amor que tienen las nuevas generaciones! Amor de usar y tirar, arrebato de pasión ocasionado por una foto de perfil subida a una app de contactos. Quizás se produzca algún encuentro fugaz e insípido limitado a lo carnal, y si te he visto no me acuerdo, porque aquí  no hay lugar para los sentimientos. Lo cool es la frivolidad, el acumular conquistas vacías de afecto. Si se establece un nexo algo más duradero y estable, chicos y chicas ven como algo normal controlar los movimientos del otro y espiar su móvil. Se insultan y se faltan al respeto mutuamente, pero aquí no passssssa nada… Ahora te quiero, después te odio, y luego te como a besos. Amor a contrarreloj, montaña rusa emocional.

En el reino de lo artificial, gobiernan la superficialidad y la apariencia. Vivir de cara a la galería, por encima de nuestras posibilidades, acumulando objetos que no sirven para nada y obsesionados con el qué dirán. Apología de la falsificación y lo kitsch, el “más es más” impone su ley. Esclavos de la trivialidad, lo queremos “todo” y lo queremos “ahora”, ansiosos de obtener una gratificación inmediata como recompensa a discutibles méritos. No hay mayor desvergüenza que exigir reconocimiento y retribución por coadyuvar a la exaltación de lo grotesco.

La sociedad chapotea en un océano de frivolidad. Para muchos, su mundo se limita a lo que les muestra una pantalla y adoran a quienes hacen ostentación de su vulgaridad en las redes sociales. Todo ello, eso sí, envuelto en un aura de supuesto glamour y música machacona. Un espejismo que atrae a los más vulnerables, pero, a los ojos del buen observador, no oculta que el dinero no es sinónimo de excelencia. Lo afirmó Coco Chanel con indiscutible genialidad: “El lujo no depende de la riqueza, sino de la ausencia de vulgaridad”. ¡Ay, si mademoiselle Coco levantara la cabeza! Si el amor ya es un objeto de consumo como otro cualquiera, la moda ha derivado en disparate. Bacanal de diseños extravagantes y colores estridentes, patrones que poco dejan a la imaginación y pésima confección en serie. ¡Qué nostalgia de la elegancia de antaño! Y que conste que, para ser elegante, no hay que invertir una millonada en ropa. Simplemente, hay que saber lucir las prendas. Pero, si no nos sentimos cómodos en nuestra propia piel, la indumentaria es asunto baladí.

Si la elegancia se ha perdido, no digamos ya la clase. ¡Ay, la clase! Extraño y codiciado don que ni se compra ni se vende, ni se aprende ni se enseña.  Viene de cuna y quien la posee es una rara avis que ilumina con su presencia cualquier habitación en la que irrumpe. Una persona con clase es un regalo para los afortunados que interactúan con ella, porque se contagian de su distinción y serenidad interior.

Talento y excelencia versus vulgaridad y mediocridad. Las tragaderas de las almas cultivadas rebosan, incapaces de gestionar tantísima majadería.  ¡Qué desfachatez, inflar la cuenta bancaria graznando improperios o moviendo el trasero impúdicamente en internet! ¡Qué poca dignidad, exponer las miserias ante media España y enorgullecerse de haber calentado el lecho de tal o cual famoso!

La conclusión es que, en esta era del postureo, hemos guardado en un cajón las buenas maneras y el civismo. Regresemos a esa época en la que los filtros digitales no dominaban nuestra existencia, y hagamos un uso prudente y responsable de las redes sociales. Recuperemos la ilusión por establecer relaciones basadas en el respeto y la confianza. Volvamos a la palabra amable y el gesto comedido. Existe un enorme trecho del gracejo a la ordinariez, como también lo hay del salero al histrionismo. ¡Hay que recuperar la elegancia en las formas, el verbo, el atuendo, los sentimientos y la vida en general!

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