Los tres pecados capitales del mal jefe

En la actualidad, es común que las empresas ofrezcan ciertas actividades de formación a sus trabajadores. Sin embargo, de nada sirve invertir cantidades ingentes de tiempo y dinero en esta formación si quien dirige el equipo es un inútil emocional. Por desgracia, estos personajes abundan tanto en el sector privado como el público, e intoxican con sus malas energías a todo el que se le acerca. ¿Por qué se mantiene en sus puestos a estos jefecillos de tres al cuarto? ¡Misterio, llamen a Iker Jiménez! Aferrado con uñas y dientes a un sillón de mando al que denigra con su actitud, tres son los pecados capitales que distinguen a este ejemplar, y por los que purgan sus empleados: la soberbia, la envidia y la ira.

La soberbia es el sentimiento de valoración de uno mismo por encima de los demás, y se manifiesta a través de prepotencia y menosprecio a las ideas ajenas. Este jefe convierte su mesa de despacho en una trinchera desde la cual observa con ojos de lechuza a sus subordinados para averiguar quién puede hacerle sombra. ¡Ay de aquél que se atreva a cuestionar alguna de sus instrucciones y, sobre todo, de aquél que destaque entre los miembros del rebaño! En cuanto sea consciente del brillo de algún trabajador, el mal jefe utilizará todas las armas a su alcance para mermar ese resplandor, sin prisa pero sin pausa. La ética queda al margen de las actuaciones, pues el objetivo es minar la autoestima del empleado ejerciendo un mobbing contundente.

El jefe soberbio es un espécimen con una capacidad de reproducción que ridiculiza a la de las cucarachas. Comparte con estos insectos su destreza para desenvolverse con soltura por las alcantarillas, si bien, en este caso, me refiero a las cloacas del alma humana. Lo más gracioso es que la soberbia caracteriza a quien, en realidad, tiene un enorme complejo de inferioridad. Antítesis de la humildad, la soberbia nos presenta al mal jefe como un mequetrefe despojado de carisma y autoconfianza, de manera que la única forma de imponer su voluntad es a base de despotismo.

La envidia es el deseo de tener algo que otra persona posee. Es la semilla del resentimiento, ya que el sentimiento de tristeza o malestar por el bien ajeno es preludio del rencor. Se esconde en el fondo del corazón humano como una víbora en su agujero (Balzac dixit) y tiene el poder de enloquecer al más cuerdo de los individuos, alimentando su ansia de detentar esto o aquello. Si un trabajador goza de una especial habilidad y su jefe es un tipo envidioso, en seguida se ganará su antipatía. Quizás, ese mal jefe intentó, sin lograrlo, ser como su empleado, hacer lo que él hace o tener lo que él tiene. Ahora contempla cómo su subordinado hace gala con naturalidad de la cualidad o pericia anhelada, como si hubiera sido bendecido con un don. De aquí fluirá el río de la envidia con una potencia excepcional, llevándose por delante lo que encuentre a su paso: la sintonía, la conexión emocional y el buen ambiente laboral.

¡Cuántos excelentes profesionales han sido víctimas de la envidia de su jefe! ¡Cuántas zancadillas y puñaladas traperas se han asestado en nombre de este pecado! A un mal jefe no le tiembla el pulso a la hora de cortar de raíz la prometedora carrera profesional de un trabajador, con tal de mantenerse cómodo y a salvo en su mediocridad. Doy fe: desde la mentira a la amenaza, pasando por el chantaje y el acoso. Todas ellas son prácticas válidas desde la corrupta perspectiva de un jefe envidioso.

Como decía Napoléon, “La envidia es declaración de inferioridad”. Por tanto, envidia y soberbia son hermanas de sangre: ambas representan erróneos mecanismos con los que enfrentarse a  un pobrísimo autoconcepto.  ¿Y cómo se exteriorizan descaradamente esos mecanismos? Pues con ira, con mucha ira. La rabia incontrolable que siente un mal jefe cuando su empleado obtiene recompensa a su esfuerzo es el eco de su oscuro interior. Un líder siempre se alegra por los éxitos de los integrantes de su equipo, los reconoce y celebra. Un mal jefe hará todo lo que esté en su mano para impedir que esos éxitos salgan a la luz, y los minusvalorará a fin de que el trabajador dude de su talento.

Sé que muchos habrán experimentado en primera persona lo que expongo en este artículo. La soberbia, la envidia y la ira están a la orden del día en las oficinas. El área laboral puede ser un infierno cuando nos topamos con un mal jefe que se empeña en hacernos la vida imposible. Creo que la solución a este problema se cimenta en dos iniciativas:

  • Que las empresas impulsen la formación en valores más allá de los talleres que ahondan en conocimientos teórico-prácticos, y que en los destinatarios de dicha formación se incluya a los directivos.
  • Que los trabajadores de la empresa, sea cual sea su cargo y posición en el organigrama, tengan el coraje de realizar un sincero ejercicio de introspección, encaren sus miedos y aprendan a amarse con sus defectos y virtudes, para así no machacar a otros que brillan más que ellos.

 

Un mal jefe (o jefa, porque la mediocridad no entiende de sexos) es una piedra en el camino que conduce a la plenitud profesional. Hay quien tropieza con ella, quien la esquiva y también quien se deja aplastar. Jamás se debe renunciar a la propia dignidad si nos encontramos con un escollo de estas dimensiones. Resulta muy difícil trabajar con un jefe que irradia soberbia, envidia o ira, y es lícito marcharse de la empresa si la situación se torna insostenible. Si optamos por esto último, mantengamos siempre la cabeza alta. En el fondo (muy en el fondo, porque soy buena pero no imbécil), individuos así me inspiran compasión. Un mal jefe es un animalito vulgar y gris. Un profesional excelente es un ser que atesora grandeza.

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